Mitos y realidades de la perspectiva de género en México

En las últimas décadas, México ha emprendido un camino institucional hacia la igualdad de género. Las reformas legales, los programas gubernamentales y las políticas públicas orientadas a eliminar la desigualdad entre hombres y mujeres han sido múltiples y progresivas. Sin embargo, estas acciones, aunque necesarias, han sido insuficientes frente a la complejidad estructural de la violencia de género. Hoy, en pleno 2025, nos encontramos ante una paradoja dolorosa: nunca antes habíamos tenido tantas mujeres en cargos de poder, y sin embargo, nunca habíamos conocido de tantos casos de violencia, abusos, violaciones y feminicidios.

Esta contradicción revela uno de los principales mitos de la perspectiva de género en México: creer que la simple incorporación de mujeres en los espacios de decisión o la aprobación de leyes igualitarias representa por sí misma un cambio sustantivo en la vida de millones de mujeres mexicanas. Nada más lejos de la realidad. La igualdad sustantiva no se decreta, se construye día a día, desde lo cotidiano, desde la familia, la escuela, los medios, el trabajo y las calles. Es un proceso cultural y político que exige mucho más que voluntad legislativa: requiere un cambio profundo en los patrones de socialización, en los valores compartidos y en las estructuras de poder que todavía colocan a las mujeres en situación de desventaja.

Uno de los grandes avances de los últimos años ha sido el reconocimiento de la perspectiva de género como eje transversal de políticas públicas. Esta perspectiva parte del hecho de que hombres y mujeres no solo nacen biológicamente distintos, sino que han sido socializados en roles distintos que generan desigualdades. La perspectiva de género no es una ideología, como muchas voces conservadoras afirman, sino una herramienta analítica y política que permite visibilizar esas desigualdades para poder transformarlas. Es, en esencia, una construcción social, jurídica y política que involucra a toda la sociedad.

Sin embargo, esa misma perspectiva ha sido objeto de múltiples mitos. El primero, y quizá el más pernicioso, es pensar que la igualdad se consigue con leyes. Si bien el marco jurídico es indispensable —como lo fue la paridad constitucional o la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia—, ninguna norma, por sí sola, garantiza el fin del acoso en las oficinas, la discriminación salarial, la sobrecarga del trabajo doméstico o el machismo estructural. El cambio real no ocurre en el Diario Oficial de la Federación, sino en los hogares, en las escuelas, en las redes sociales, en los espacios de poder donde se siguen tomando decisiones sin perspectiva ni sensibilidad.

El segundo mito es asumir que tener mujeres en el poder automáticamente significa una agenda feminista o una mejora directa en las condiciones de todas las mujeres. La representación política es fundamental, sí, pero no suficiente. Necesitamos mujeres en el poder que impulsen transformaciones reales, no que reproduzcan los vicios patriarcales del sistema político. El feminismo no es una condición biológica, sino una convicción ética y política.

La realidad es que, a pesar de los esfuerzos, la violencia contra las mujeres en México sigue siendo una pandemia. Según cifras oficiales, diariamente son asesinadas más de 10 mujeres en el país, y aunque el término “feminicidio” ha sido tipificado, sigue habiendo resistencia en su aplicación. La impunidad es la regla, no la excepción. En las universidades, en los hogares, en las redes sociales y en las instituciones persiste una cultura de acoso y discriminación que no se ha erradicado con campañas ni con protocolos.

Tampoco se puede soslayar que en el discurso público muchas veces se habla de igualdad de género de manera superficial o incluso hipócrita. Existen gobiernos y actores políticos que presumen políticas de equidad mientras permiten o solapan conductas machistas, incluso dentro de sus propias filas. No basta con el lenguaje incluyente ni con la cuota de género. Se necesita una transformación de fondo que cuestione los privilegios históricos y reconfigure las relaciones de poder entre hombres y mujeres.

El reto más profundo es cultural. ¿De qué sirve hablar de paridad si desde la infancia se enseña a las niñas a obedecer y a los niños a mandar? ¿Qué sentido tiene impulsar campañas sobre derechos de las mujeres si en casa sigue habiendo violencia normalizada o padres ausentes que no se hacen responsables de la crianza? ¿Cómo aspirar a la equidad si el trabajo doméstico y de cuidados sigue recayendo abrumadoramente en las mujeres, sin reconocimiento ni remuneración?

Hoy más que nunca, se requiere una mirada crítica y comprometida con la transformación real de la vida de las mujeres. No basta con legislar ni con visibilizar. Es necesario actuar, incomodar, cuestionar, educar y transformar. La perspectiva de género debe salir de los despachos y tribunales para convertirse en una brújula ética de la sociedad. No es una moda, ni una imposición, ni una concesión del poder. Es una demanda histórica de justicia.

México se encuentra ante una oportunidad histórica: construir una sociedad igualitaria en la que ser mujer no implique vivir con miedo, en desventaja o con sobrecarga. Pero para lograrlo, debemos dejar atrás los mitos, enfrentar las realidades y comprometernos, como sociedad, con una transformación verdadera, profunda y colectiva. Solo así la igualdad dejará de ser un ideal en el papel para convertirse en una realidad en cada rincón del país.