La democracia, en su definición más célebre y difundida, es “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Esta fórmula que Abraham Lincoln pronunció en Gettysburg ha sido incorporada por múltiples sistemas jurídicos del mundo como eje rector de sus estructuras constitucionales, siendo una premisa legítima, aunque no necesariamente garantizada, de los Estados modernos. El Diccionario Jurídico General define la democracia como un “sistema jurídico-político encabezado por un gobierno del pueblo y para el pueblo”, que puede ser directa, representativa, indirecta o semidirecta. Sin embargo, como lo demuestra la experiencia global y el análisis desde el derecho comparado, esta forma de gobierno, aunque revestida de ideales de igualdad y justicia, enfrenta contradicciones, amenazas internas y externas, y el permanente desafío de evolucionar sin traicionar sus principios fundacionales.
En el caso mexicano, la democracia se consagra en el artículo 41 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que establece que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión y de los estados, mediante elecciones libres, auténticas y periódicas. Este precepto representa la columna vertebral de nuestra estructura política, aunque su cumplimiento en la práctica ha oscilado entre avances significativos y retrocesos preocupantes.
El derecho comparado nos permite identificar modelos democráticos diversos: desde la democracia directa suiza, donde los ciudadanos tienen un papel activo en la legislación mediante referendos y consultas populares, hasta el modelo parlamentario británico, donde la voluntad popular se canaliza principalmente a través de la representación partidista. En países como Estados Unidos y México, predomina un modelo presidencialista con elecciones periódicas y poderes separados, mientras que en sistemas como el alemán o el canadiense, la estructura federal y parlamentaria exige coaliciones y negociación constante entre fuerzas políticas.
Cada modelo tiene ventajas y desafíos. La democracia directa puede expresar con mayor fidelidad la voluntad popular, pero también es más susceptible a la manipulación emocional y a la falta de información. La democracia representativa, por otro lado, delega la toma de decisiones en personas electas, lo que otorga estabilidad y continuidad al sistema, pero también genera una distancia creciente entre la ciudadanía y quienes la representan.
En este contexto, la semidemocracia o democracia semidirecta, como la que encontramos en países nórdicos o en la Confederación Helvética, representa una fórmula interesante: combina representación con mecanismos de participación directa, como el referendo o la iniciativa ciudadana, lo cual aumenta la legitimidad de las decisiones públicas sin poner en riesgo la estabilidad del sistema.
La democracia, aun en sus versiones más sofisticadas, es un sistema imperfecto. Depende de múltiples factores para funcionar adecuadamente: educación cívica, libertad de prensa, pluralismo político, división de poderes, instituciones electorales independientes y una ciudadanía informada. Cuando uno de estos elementos falla, el sistema entero se ve comprometido.
México es un ejemplo claro de esta fragilidad democrática. A pesar de haber consolidado desde 1996 un Instituto Federal Electoral autónomo —hoy Instituto Nacional Electoral (INE)—, y haber construido tribunales especializados en materia electoral, los procesos de designación de consejeros, la presión política, el financiamiento opaco de campañas, el clientelismo y la manipulación mediática siguen siendo retos vigentes.
La democracia no es únicamente un régimen jurídico, sino también una cultura política. No basta con que existan elecciones, partidos políticos y órganos electorales. Es necesario que la ciudadanía conozca sus derechos, los ejerza activamente y participe con responsabilidad en los asuntos públicos. En este sentido, la educación cívica es fundamental. Un electorado informado es menos propenso a caer en la trampa del populismo, la desinformación o la polarización extrema.
En países como Alemania, por ejemplo, la educación cívica forma parte integral del sistema educativo. En Estados Unidos, las universidades y medios de comunicación juegan un papel crucial en el fortalecimiento de la democracia mediante la crítica, la investigación y el debate público. En México, en cambio, la educación cívica ha sido desplazada por materias “utilitarias”, y los medios masivos de comunicación han priorizado el entretenimiento y el sensacionalismo por encima del análisis político riguroso.
El derecho comparado demuestra que las democracias más sólidas son aquellas en las que se fomenta una cultura de participación, respeto, pluralismo y deliberación. Pero estas cualidades no surgen de forma espontánea: deben ser cultivadas, financiadas y protegidas por el Estado.
La democracia es perfectible, no inmutable. Esto implica que sus instituciones deben revisarse y reformarse cuando sea necesario, pero con el objetivo de fortalecer sus principios, no de debilitarlos. En este sentido, cualquier reforma al Instituto Nacional Electoral o al sistema de partidos debe perseguir mayor transparencia, autonomía y eficacia, no su cooptación por el gobierno en turno o su subordinación a una lógica partidista.
Una lección importante del derecho comparado es que los países que han erosionado sus instituciones electorales —como Venezuela, Hungría o Turquía— han terminado transitando hacia formas autoritarias disfrazadas de legalidad. Las “elecciones” siguen ocurriendo, pero sin garantías de equidad, sin competencia real y sin posibilidad de alternancia.
México no está exento de este riesgo. La tentación de modificar las reglas del juego para favorecer al partido gobernante ha estado presente tanto en el pasado priista como en el presente morenista. La clave para evitar este destino es mantener la independencia de los órganos electorales, fortalecer a la sociedad civil, y asegurar que el poder judicial actúe con imparcialidad cuando se trate de resolver disputas constitucionales.
Democracia y representación: ¿a quién representan los representantes? Una crítica recurrente a la democracia representativa es que, en la práctica, los legisladores y gobernantes no representan a los ciudadanos, sino a los intereses económicos, partidistas o corporativos que financiaron sus campañas. Esta crítica es válida en casi todos los países democráticos, y ha dado origen a movimientos de renovación política que buscan mecanismos de rendición de cuentas más eficaces, como la revocación de mandato, los presupuestos participativos o los parlamentos ciudadanos.
En países como Francia o Italia, donde la desafección política ha crecido de manera alarmante, los votantes han optado por partidos antisistema o populistas, como el Frente Nacional o el Movimiento 5 Estrellas. En América Latina, el desencanto con los partidos tradicionales ha dado lugar al surgimiento de líderes carismáticos que prometen “refundar” la democracia, pero muchas veces lo hacen debilitando las instituciones.
En este sentido, México debe reflexionar sobre la manera en que sus representantes son seleccionados, financiados y evaluados. Es necesario reducir el costo de las campañas, prohibir el financiamiento ilegal, fomentar la paridad de género, garantizar candidaturas independientes reales, y sobre todo, establecer mecanismos eficaces para que la ciudadanía pueda exigir cuentas a sus gobernantes.
A pesar de sus múltiples defectos, la democracia sigue siendo el sistema de gobierno que mejor permite la convivencia pacífica, el respeto a los derechos humanos, la participación ciudadana y la posibilidad de corregir el rumbo. No existe democracia perfecta, pero sí existen democracias funcionales, inclusivas y resilientes que pueden inspirar a otras naciones en su camino hacia la justicia social y política.
Defender la democracia no es tarea exclusiva de los políticos, los jueces o los periodistas. Es una responsabilidad compartida que exige compromiso, vigilancia y participación activa de todos los sectores de la sociedad. La desinformación, la apatía, el fanatismo y la concentración del poder son enemigos silenciosos pero letales de la vida democrática.
Desde la perspectiva del derecho comparado, podemos aprender que las democracias más estables son aquellas que han sabido equilibrar la libertad con la responsabilidad, el poder con el control institucional, y la representación con la participación. México está aún en proceso de construir esa democracia plena. No podemos permitirnos retroceder. La democracia, aunque imperfecta, sigue siendo nuestra mejor oportunidad de construir un país justo, libre y verdaderamente soberano.